martes, 16 de septiembre de 2014

Doce hombres sin piedad


No leas esta entrada si aún no has visto la película. Contiene spoilers.

La primera vez que la vi, hace una década, me quedé absorto, hipnotizado. Si en ese momento hubiese habido un incendio, hoy sería un montón de cenizas, Watson a la brasa. Muy pocas películas han conseguido captar mi atención hasta ese punto.

Una sala, una mesa y doce hombres. Y ya. Punto final. Sólo bastó eso para construir una maravilla del cine. Para que este tipo de historias funcionen, es necesario un guión a prueba de bombas y unos actores encomiables. Doce hombres sin piedad tiene ambas cosas. 

Cada uno de los miembros del jurado es especial, aporta algo; pero casi todos representan lo mismo al principio: desdén, el desdén que la mayoría siente hacia el desconocido. ¿Serían igual de rápidos juzgando si el acusado fuese alguien que conocen y estiman? Pero no, no lo es, se trata de un muchacho nacido en una zona humilde; así que lo culpan, lo envían a la silla eléctrica sin tomarse unos minutos para hablar, porque «Todos esos chicos son iguales» o «He de ir al partido». Sin embargo, el voto ha de ser unánime, y uno de ellos se opone a los demás; un solitario que se atreve a encararse al resto, a la masa, y lucha por la inocencia del chico. Lo hace paulatinamente, tomándose su tiempo para plantear una duda razonable, calibrando a sus compañeros y percibiendo cuál de ellos le va a dar más problemas.

Henry Fonda interpreta al discrepante, y de qué manera: sus miradas dicen más que sus palabras. El resto de actores también lo borda, se nota que se han metido en el papel, y las indumentarias que llevan algunos fueron bien escogidas porque encajan con sus diferentes personalidades. Hay un tipo irascible que vocea mucho, marcado por su trágico pasado —en realidad, es a su hijo a quien está condenando—; pero el más peligroso de todos es ese hombre sosegado que usa gafas, alguien pragmático e inteligente que no se lo pone nada fácil al protagonista. En la foto puede vérsele sentado, tieso y distante, el único que lleva chaqueta, pues ni el calor le afecta tanto como a los demás; Fonda deja entrever, por sus gestos, el respeto y temor que éste le inspira.

¿Y por qué uno solo se enfrenta a muchos? ¿Qué recompensa le espera? Podría pensarse que ninguna. Al final, cuando el debate ha terminado y la vida sigue, el viejo es el único que se interesa por saber su nombre, y nada más: ni premios, ni aplausos, ni fama. Fonda interpreta a un mirlo blanco, alguien bondadoso que se preocupa por el prójimo. Seguro que tú, al igual que yo, has conocido personas así. Son raras de encontrar, aunque existen. Por eso aún me queda un pequeño trozo de esperanza.

4 comentarios:

  1. Grande, la película. La he visto no sé cuántas veces. Cerca de diez, probablemente. Igual que ¡Qué bello es vivir! (aunque esta, solo en Navidad, y siempre acabo llorando)
    La suelen poner en Telecable y muchas veces la pillo ya empezada, pero me atrapa como hizo contigo.
    Hay una versión teatral del mítico Estudio Uno de TVE, con unos cuantos años ya, que todavía no he visto.

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    1. Cerca de diez, caray. Yo la he visto unas tres o cuatro veces, y no descarto hacerlo alguna más.

      La versión que dices no me convenció, porque después de ver la original... los actores patrios no me resultaron creíbles. Fonda es complicado de superar, y encima está bien acompañado.

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  2. Es una gran película Watson, Watson a la brasa, je, je. Qué buena imagen. Pocas películas me han sentado de tal manera al sillón. Es obvio, pero doce hombres sin piedad se repite constantemente en todo el planeta y en todos los países. Es nuestra condición, de ahí también la grandeza de la película.
    Saludos.

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    1. Lo de esa imagen tiene algo de psicológico, Igor: tengo tanto calor que sólo pienso en llamas e infiernos.

      Es cierto que la película es un escaparate de lo que ocurre, y ocurrirá, en muchos sitios. Y qué actores. El voceras que condena simbólicamente a su hijo lo hace de miedo.

      Saludos.

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