lunes, 25 de noviembre de 2013

Viaje al fin de la noche

Esas tijeras dan una idea de lo
«agradable» que va a ser el texto
Bienvenidos al lado más oscuro de los hombres, arrancado y expuesto a la luz para que se vea con claridad. Viaje al fin de la noche enseña de cerca todo aquello que nos gusta mantener bien lejos, porque el miasma resulta insoportable.

Céline se limita a contarnos el fragmento de una vida; pero lo hace desde su óptica, su propia manera de entender la literatura. Y así le da un cariz especial a la novela. La balanza se inclina hacia el lado más negativo en cada instante: crueldad, muerte, desamor, enfermedad, escatología... Esos elementos son los que conforman el viaje. Si los quitásemos, la historia se echaría a perder. La podredumbre mantiene una simbiosis con una férrea filosofía que quema por su insolencia. El autor se atreve a remover cualquier herida que se le ponga enfrente, y provoca que sus letras no sean un plato de buen gusto; aun así... se devoran con fruición. Es difícil detenerse antes de llegar al fin de la noche.
Imagen, bien; colores, mal

La miseria de los personajes es reforzada mediante el escenario, que puede ser, según convenga, extremadamente doloroso, alegre o lleno de indiferencia; hay juegos de contrastes y acompañamientos afines. Enseñando, verbigracia, dos parejas taciturnas en medio de un alegre festejo, se construye un faro de aflicción. ¿Por qué los demás pueden divertirse? ¿Por qué es tan fácil para ellos? No recomendaría esta novela al que esté dentro de un episodio depresivo.

Ferdinand Bardamu, el protagonista, es un viajero desafortunado: la señora de las manos pálidas le espera allí donde va, está sonriéndole en cada esquina; aunque importa poco a quién se lleve, porque las ciudades macilentas seguirán escupiendo ganado que las haga funcionar; seguirán siendo un sempiterno Cronos que devora, devora, devora. Y crece, sobre todo crece.

Míralo, qué jocoso, filonazi pero
jocoso
Ha quedado claro, espero, el nihilismo recurrente que los lectores van a encontrarse dentro de Viaje al fin de la noche. En mi opinión, forma parte de su encanto, eleva a la obra. También es interesante el camino que escogió Céline para narrar, atestado de hipérbatos y redundancias premeditadas. Ese estilo incrementa el carácter cínico del protagonista, que, en el fondo, sólo busca sobrevivir; él no tiene la culpa de cómo está construido su entorno: es un humilde pasajero incapaz de arreglar lo que ya estaba destrozado antes de su llegada. Bastante tiene con huir de la muerte, su perseguidora incansable, e intentar aposentarse en algún sitio.

Es comprensible que muchos detesten a Céline por las ideas que tuvo, pero no permitas que sus errores hagan que tú cometas otro: no leerlo. 

Ánimo, Ferdinand —me repetía a mí mismo, para alentarme—, a fuerza de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto miedo a todos, a todos esos cabrones, y que debe de encontrarse al fin de la noche. ¡Por eso no van ellos hasta el fin de la noche!

jueves, 14 de noviembre de 2013

El espacio, la última frontera


Solamente pido una gran nave y encontrar una estrella por la que guiarla, poder sentir el viento a mis espaldas y el sonido del mar a mis pies. Y si desapareciera el viento y el agua, nada importaría, tendría mi nave, y unido a ella viajaría rumbo a las estrellas. 
James Tiberius Kirk citando a un poeta desconocido en El mejor ordenador.

Hubo un tiempo en el que los lugares remotos, inexplorados, llenaban nuestra imaginación de criaturas fabulosas. Aquellos animales mitológicos —Hume los llamaría conceptos compuestos— han sido sustituidos por especies alienígenas; es una manera de lidiar con lo desconocido, de darle un rostro a la niebla. Aún quedan muchas aventuras, pero estamos, desgraciadamente, en el entreacto. A los capitanes que antaño se guiaban por las estrellas, buscando nuevos horizontes, sólo les queda soñar. Unos se dedican a imprimir esos sueños en papel; otros, a dirigir su mirada, anhelantes, hacia el techo nocturno.

Sólo hay un humano que me da envidia, una profunda envidia: el que pueda, por fin, volver a guiarse por las estrellas, iluminar los misterios, entablar nuevas relaciones. Si una oportunidad así se me presentase, daría lo que fuese para no perderla. Y sé que no soy el único.

La ciencia ficción, ésa donde una «familia» viaja en su nave, es un paliativo que ayuda a los que sienten la necesidad de tener aventuras espaciales; aunque, paradójicamente, también alimenta un deseo irrealizable. Los guionistas suelen elaborar una amarga medicina que satisface sus fantasías frustradas. Nada que reprocharles... algunos novelistas hacen lo mismo, y a veces hasta logran un éxito desmedido con ese método, ¿eh, Meyer? Ahí está la realidad, de todas formas, esperando para golpearnos cuando esas historias efímeras se acaban.

¿Quieres ir a donde nadie ha llegado jamás? Lo siento, época equivocada. Por suerte, aún hay sagas que deben nacer, y en ellas habrá personajes que no pedirán nada a cambio de nuestra compañía; personajes como Spock, el entrañable alienígena de aspecto feérico, o Han Solo, ese astuto contrabandista. Llegará, gracias a la ciencia, un día en el que podremos hacer algo más que ir tras su sombra.  

Es muy grande, nuestra prisión. Al menos una de ellas. Toca soñar, capitán.

Hagamos un trato: cuando terminemos de construir nuestro castillo, y acabemos con todos los dragones, ¿por qué no ponemos rumbo a la más lejana estrella y vemos lo que hay allí? Tú y yo.
Dylan Hunt en Arenas planas y solitarias.